martes, julio 24, 2007

relato

Cuando me despedí de Pablo la taza estaba todavía caliente. Ambos teníamos la vaga sensación de no habernos dicho todo. En el aire había quedando rebotando la pregunta del mozo: “¿Les traigo lo mismo de siempre?” No. Esta vez no era lo mismo de siempre.
No eran los gritos histéricos, los libros tirados por el piso, alguna foto o carta rota, unos lloriqueos, abrazos mojados y después... de a poco ir sacándonos de a pedazos la ropa hasta quedar así, desnudos, enfrentados, como dos rieles, sin cruzarnos.
No. Esta vez había sido distinto. Cuando él llegó yo lo esperaba, como nunca, en el living. En realidad no sé si lo esperaba a él o me esperaba a mí. Pero algo esperaba en la oscuridad con una taza de té de tilo ya frío, a medio tomar. La sostenía como se sostienen las propias manos. Quizás por eso cuando Pablo prendió la luz, la taza fue a parar al piso pasando antes por la mesa ratona, que se encargó de destrozar el único recuerdo que teníamos del primer viaje juntos. Toda una premonición, diría un psicólogo.

Pablo se quedó mirándome sin decir nada. El también esperaba. Me lo dijo mucho tiempo después, en el mismo bar en el que nos separamos.
Dicen que estas cosas se intuyen. Yo no sé si eso es cierto, pero hay algo energético que se nos escapa de las manos, como las tazas, de los poros, del pelo. Algo que se desenvuelve, entre las partículas invisibles del aire.
Como esa luz fosforescente que dicen en el campo se ve alrededor de los huesos de vaca diseminados por el campo. Algunos lo llaman “luz mala” pero los más escépticos lo atribuyen a meras cuestiones químicas o físicas –nunca fui buena en ninguna de las dos materias-.

Le dije a Pablo, muy seria, que se sentara, que teníamos que hablar. “Sí” me dijo y se fue a bañar como si quisiera despedirse limpio, sin el olor a humo que traía siempre del estudio. Lo peor es que se puso perfume. Eso fue lo único que le reproché. “No era necesario” me escuchó decir el mozo, mientras servía la lágrima y el cortado liviano “de siempre”.

Cuando se apagó el ruido de la ducha reaccioné. No sé a donde me había ido. Me perdí en algún lugar, en algo del pasado seguramente. Pero nunca pude recordarlo bien.
Mientras escuchaba los mismos ruidos que hace cuatro años escuchaba hacer cada vez que se terminaba de bañar, pensaba: sí, tenemos que hablar, pero de qué?
El día anterior habíamos estado en el jardín japonés, viendo un espectáculo de teatro con títeres. A los dos nos llamaba la atención todos los nenes que miraban obnubilados a los muñecos que no brillaban ni tenían ningún efecto especial, sino que se movían lentamente y casi no hablaban.
Llegamos a comentar que íbamos a llevar a nuestro hijos ahí. Sí, así en plural. Hablábamos de los hijos como del lavarropas que siempre estábamos por comprar, pero que nunca hacíamos; como si en él se nos fueran más que mil pesos. Como si no quisiéramos perder ese momento único y de comunión y casi el único rutinario que teníamos: llevar la ropa a lavar los sábados a la mañana. Salíamos generalmente con dos bolsos: ropa clara y ropa oscura. Cada uno se ocupaba de su lavarropas. Mientras esperábamos que la máquina dejara de dar vuelta, pensábamos en qué íbamos a comer. Y hablábamos de la plata que nos ahorraríamos si tuviéramos lavarropas

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