miércoles, noviembre 25, 2009

de frente

Es por la puerta. La puerta que está atrás. Está prohibido abrirla. Puede ser que si la abro me muera. Aunque lo más probable es que no pase nada. Y sin embargo no dejo de pensar en eso. No puedo sacarme de la mente la imagen de mi mano girando el picaporte.

Miento.

Miento todo el tiempo. A mi misma. Me digo que no quiero abrirla, porque no quiero morir. No es eso. No quiero abrirla, porque no quiero

Un montón de huesos se amontonan en un rincón. No sé de quiénes son. Quizás sean míos. Sean pedazos de tiempo que no se usaron y quedaron así, calcificados. Las cosas cuando no se usan se echan a perder. La leche sin ir más lejos. Es lo que más fácil se echa a perder. La leche materna. Se cuaja se agria con el tiempo. No se puede tomar. Queda estancada en los pechos se hace quiste bola grasa grano pus se pudre sino sale se pudre, sino fluye se hace manteca.

Y la puerta ahí siempre quieta. Si aunque sea saliera alguien. Un robot, un diamante, un vendedor de diarios. Repiques inciertos de esferas de miedo.

Eusebio me pide que le alcance el vaso. Con agua, el vaso. Estiro la mano, no llego. Mis dedos rozan en vidrio, resbalan. El vaso cae al piso, se rompe. El agua no. El agua es irrompible. Se desparrama por las cercanías de los pedazos de vidrios. Agua y vidrios, dos transparencias parecidas pero de naturalezas opuestas. Creo que así somos él y yo. Iguales en apariencia, pero distintos en textura. No complementarios. Yo lo contengo, y él me llena. O al revés. El tema es que ahora lo dejé sediento y toda mi teoría de las texturas se desvanece con las puteadas que salen de la boca sedienta de Mateo, digo, de Eusebio. Ese nombre “Eusebio”. “Como mi abuelo”. Cuántas veces escuché esa frase. Se torna repugnante escuchar mil veces la misma frase. Da asco. El lo sabe. Pero la dice igual. Y cuando termina me mira con una sonrisita socarrona y yo no puedo, no puedo contener mi ira y le agarro los huevos y se los pellizco. Despacito, porque sé que le duele y también le gusta.

A veces parece que se mueve. El viento, pienso. No, acá no hay viento. Entonces qué? Y entonces pienso que quizás hay partículas diminutas que recorren la madera y la hacen crujir. Pero no, no es posible. Algo más grande. Un insecto. O quizás la madera misma cruje. Cruje por no poder moverse. Me llama me dice “abrime, abrime”. Ja. No, eso ya sería ciencia ficción. Y no. Esto es real. Muy real. La puerta, yo, Eusebio, Mateo, el vaso de agua roto.

Me levanto. Descalza. Doy unos pasos, dejo marquitas rojas en el piso. Camino por toda la casa, el baño, la cocina, el patio. Eusebio sigue mis marcas como un perro, lamiendo mi sangre. Creerá que es la “regla”? Llega a mis pies. Y ahí me doy cuenta. El vidrio quedó adentro y ese era el dolor. No la ampolla que me hicieron las sandalias que compramos juntos en parque centenario. Eusebio me cura el pie con paciencia de oruga. Aunque no sé si las orugas tiene paciencia. Deberían, por lo lento que caminan. Luego limpiamos las manchitas de sangre. Me da un poco de lástima. Siento que estoy borrando mis huellas de la casa. Esta casa un poco mía, y un poco no. No logro apropiarme de las cosas. No me gusta. Prefiero que sean libres. Sino las cosas te atrapan. Como las personas. Si las atrapas te atrapan. Si las dejas libres te sueltan.

La mañana es soleada. Tomamos mate en la cocina, nos contamos los sueños. Eusebio está más despeinado que de costumbre. Estás más gorda, me dice. Tiene razón. Hace semanas que dejé de ir al gimnasio. Es que hay una nueva recepcionista que me pone nerviosa. Cada vez que llego me mira con una mirada de…de…cuis envenenado y no lo soporto. Estoy esperando que la echen. No puede durar mucho. Nunca duran las recepcionistas más que algunas semanas. Como una maldición. Mañana voy a ir. Y si la veo, la agarro y le digo: dejá de mirarme con esa cara de cuis envenenado. Y listo.

Ssshh.

Hoy es el día. Quizás. Abrirla no sea tan grave.

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